Grande-Marlaska, afeitado a la deriva como Onetti, despeinado como Tintín, delgado en el alambre, eléctrico sobre el cable, decapitado entre sonrisas, sueña con pateras lentas, muy lentas, grandes como ballenas, aparatosas entre las olas blancas. Le han dicho a Marlaska el Grande, tú ocúpate de esto, la inmigración irregular, que es algo así como el viejo juego de los cubiletes, mientras estás en eso no catas nada más. La pesadilla es Canarias, entre ojo y ojo, cada vez con más afluencia de cayucos supersónicos y pateras que adelantan a muchos yates con negros que corren sobre el mar.
Marlaska, Grande-Marlaska, quiere el pacto europeo, pero no le cogen el teléfono. Quién le pone puertas y semáforos al mar, quién. Cada uno en el agua desde los piratas sale como puede. El mar, todo el mar de Alberti, desde arriba es una cosa, con ese abaniqueo de helicópteros miopes como moscones, pero desde abajo es otra, y nadie entre la espuma nada para ser visto, y el mar tapa como el mejor edredón nórdico, y entre el verde de las algas junto al profundo légamo y el azul lapislázuli moran los atletas con la lengua fuera, todos a la carrera por ocupar los cien mil puestos de camareros que faltan en España, todos en la lucha por una vida digna con la que volverse visibles.
Cómo llegan tan rápido las pateras, cómo. Marlaska no duerme: él, ministro fundacional del sanchismo, vapuleado por tribunales y congresos durante el año pasado, sexto año al frente del Ministerio del Interior, él que consiguió segar el prado bajo la Ley Mordaza y echarla abajo, ocupado ahora de la caza de Kunta Kinte, con una inmigración que supera el setenta por ciento sobre el año anterior. A las llamadas desde Canarias con los hambrientos recién llegados se une el fantasma en el castillo con el par de recusaciones vividas a fuego lento por el Congreso. El Supremo se lo dijo en clave de sí bemol: hay que restituir a Pérez de los Cobos, hay que condecorar a Sánchez Corbí, los dos coroneles cuya sombras aparecen y desaparecen por las esquinas más solitarias.
Marlaska el Grande sabe de sus méritos: fue él, coño, quien se ocupó de toda la seguridad de la Cumbre de Granada, Lagarde en cochecito de golf por la Alhambra recogiendo regalitos, aquel pañuelo dobladito en cuatro que le regaló una azafata. Ahora, solo dedicado al éxodo migratorio, esa furia que no descansa, sin entender cómo no hay pateras lentas, cómo. La inmigración irregular hecha cartera, mucha llamada a Mauritania y Senegal, pero al mismo todas las visitas de esos mismos tipos que dicen que de ahí no sale nadie más de vacaciones. Tres años ya del Pacto de Emigración y Asilo en la Unión Europea, inventado por él, dibujado por él, sin que dejen de llegar a tierra firme mauritanos y senegaleses con ganas de tocar las maracas y una caipiriña helada. Cincuenta mil tíos arribados a las canarias hasta el pasado 15 de diciembre. Con otros cincuenta mil, bromean en la isla, ya está cubierto el cupo de camareros nacionales. El año anterior, sí, treinta mil, pero lo que pasa es que está en el ochenta por ciento los llegados por vía marítima: cayucos supersónicos, brazos remadores de cómic o cuento griego, pateras rápidas como aviones, sin freno de mano y con más motor y alas que el puto Falcon.
Marlaska no puede, Marlaska anda agotado, lo mejor ha sido abrir otro frente, el de la cibercriminalidad, e intentar pasar a él, porque electrificar el mar es imposible, porque el mar es inmenso y las pateras ya son invisibles desde todos los drones posibles, hasta los mismísimos drones está el señor ministro de la movida senegalesa. Los ciberdelitos subieron un veinte por ciento, y tienen mejor salida, entrevistar a hackers y mucho despacho calentito. Suben el diez por ciento los asesinatos consumados, y un veinte los que están en grado de tentativa, y un doce por ciento las agresiones sexuales, y algo más con penetración. La delincuencia no tiene mar, por tanto es maleable, asible, posible, lo otro es un abstracto que nadie entiende, se intentó ya todo, el mar que vomita migrantes es un volcán, habría que levantar el mar, todo el mar de Alberti como una manta, para ver debajo con mucha lupa. Nadie puede con esto, y menos Canarias, cincuenta mil tíos que llegan al año con ganas de merequetengue, subida la bilirrubina. Coge Marlaska, a ratos, La negritud de Luis María Anson pero no entiende nada.
El trípode estaba claro: no a las pelotas de goma, no a las devoluciones en caliente, no a la presunción de veracidad de los agentes. A la segunda el Tribunal Constitucional le dijo que podía hacerse, sin riesgo para el nadador recién llegado, tras un par de cocacolas frías y unos pinchos calientes, vuelta a su casa por un camino mucho más rápido que el mar de Homero. No, no y no. Con las concertinas se atrevió a medias, porque al asomarse vio la cola. Grande-Marlaska sueña con un mar lento, unos cayucos lentos, unas pateras lentas, unos hombres lentos, sin saber que la velocidad del hambre es mayor que la de la luz. Carl Lewis, antes de superar todos los récords olímpicos, ya lo había hecho en su pueblo tras una gallina. Los masai, antes de iniciarse sexualmente, tienen que matar un león, y lo hacen vestidos de rojo, lo que ha quedado en la mente de los felinos, y muchos hoy de rojo hoy en los safaris ven cómo los leones se dan el piro y echan a correr porque se saben el cuento. Grande-Marlaska sueña con pateras lentas, un mar entre paréntesis, donde explicarles a los nadadores lo que dijo Lola Flores el 25 de agosto de 1983 a las puertas donde su hija se casaba: «Si me queréis, ¡irse!».